O siempre había creído en el amor. O, que siempre se había visto envuelta por él, tenía una fe ciega. O, a quién siempre herían y seguía creyendo bajo cualquier pronóstico.
O parecía débil por fuera, pero por dentro era indestructible (o eso creía ella). O se enamoraba y desenamoraba desde los cinco años, le gustaba el amor. A O le gustaba tanto el amor como para cada mañana envadurnarse las manos de crema por si jugaba con aquel chico tan especial y las sintiera suaves. O, a quién aquel amor especial y fortuíto le falló. Pero O continuó creyendo.
Y O se hacía mayor, crecía y crecía, y el amor seguía palpitando en su interior deseando querer. Pero el amor comenzaba a doler demasiado. Digamos que, O, se hizo demasiado mayor y se enamoró del equivocado. Digamos que se enamoró de unos ojos que no devolvían sentimientos y prometieron destrozarla. O, la chica débil por fuera, ahora era un ser caminante que sonaba a cristales rotos, o quizás era su corazón el que sonaba fracturado. O, quién creía ciegamente en el amor, ahora se sentaba a escribir al desamor y a dejar el mundo pasar.
O, creyente ciega de quien más le había fallado en el mundo: Él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario